El detonante de nuestro próximo relato surge casi siempre de una idea que, suele asaltarnos con normalidad, en algún momento en el que solemos estar relajados. Ese mismo chispazo provoca una llama en nuestro corazón, que si alimentamos con más pensamientos, se convertirá en un fuego que nos abrasará hasta que nos sentemos frente al ordenador a escribir nuestra historia.
¿Cómo? Usando nuestra sensibilidad. Curiosamente una palabra de cinco silabas, las mismas que el número de sentidos que poseemos las personas y que se define como la capacidad de percibir sensaciones a través de estos.
Usaremos la vista para observar todo lo que nos rodea de la manera más sutil posible para sacarle el mayor provecho a nuestro entorno. Los oídos nos servirán para captar los sonidos, las conversaciones y la manera de hablar de aquellos que nos rodean y, que hasta ahora, pasaban desapercibidas para nosotros. La piel nos permitirá percibir el tacto de los objetos, lo que nos ayudará a describir mejor las sensaciones de nuestros protagonistas al palparlos. El gusto hará que escribamos con sutileza, de un modo original, diferente al resto, a pesar de que lo que narremos ya haya sido contado en infinidad de ocasiones por muchos otros. Y nuestro olfato será el que nos proporcione la intuición necesaria para saber cómo afrontar nuestra historia en cada momento.
La mayoría de los escritores noveles cometemos el error de centrarnos en el sentido de la vista. Describimos todo aquello que perciben nuestros personajes a través de sus ojos, relegando el resto de sentidos a un segundo plano, lo cual, como te puedes imaginar, es un error, porque estamos limitando el impacto que nuestra narración pueda tener sobre el lector.
Imagínate por un instante al protagonista de tu relato entrando en una hamburguesería. Podrías ir a lo fácil y describir el color de las baldosas, contar si los azulejos de la cocina están manchados de grasa o si la mayoría de mesas están ocupadas. Todo eso está muy bien, pero para crear una atmósfera lo más verosímil posible, deberías informar al lector de si la música está puesta a un nivel que hace que el semblante del personaje que entra en el local se contraiga, si a la nariz le llega un tufillo a aceite recalentado, la sensación que le transmiten los cuadros de los cantantes pop que hay colgados de las paredes o si se le hace la boca agua al ver como uno de los clientes le da un bocado a su hamburguesa. Y en el caso de que decidiera sentarse a tomarse una hamburguesa con beicon, podrías hablar del tacto del pan entre sus dedos, de la salsa de tomate desparramándosele entre los dedos cuando le da el primer bocado... Incluso es posible que el cuerpo te pida que te introduzcas en la cabeza de tu personaje y aproveches para darle al lector más detalles sobre su pasado. Si solía organizar barbacoas en el jardín de su casa antes de separarse de su mujer o de si odia el olor a fritanga que desprende la ropa cuando vas a ese tipo de locales porque le recuerdan a su etapa de camarero en un bar de mala muerte en el que trabajó cuando huyó de su casa con dieciséis años, por ejemplo.
Y te preguntarás, ¿por qué es tan importante describir las percepciones de los personajes? Porque lo que lees es lo que sientes. Cada vez son más los estudios que confirman que cuando leemos, se activan áreas del cerebro que nos ayudan a percibir las mismas sensaciones que los protagonistas de la novela o relato que estemos leyendo.
De la misma manera, nuestra cabeza realiza una imagen cada vez más detallada a medida que avanzamos en la lectura de una descripción. Resulta curioso como cada uno de nosotros nos hacemos una idea tan diferente de la apariencia de un personaje o de un edificio. Esa es justamente la magia de la lectura. Y buena parte de que el hechizo funcione depende de ti.
Si te ha gustado esta entrada, no te pierdas la próxima, que estará dedicada al sexto sentido del escritor.
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