Juan Andrés Moya Montañez (Logroño, 1981) es un escritor español de origen melillense cuya obra se caracteriza por una prosa poética de vocabulario exuberante y metáforas densas. Su estilo ha sido descrito como artesanal, donde cada frase está cincelada con precisión, logrando crear obras intensas que los lectores han denominado 'novela perfume': breves en extensión, pero de aroma duradero. Ha sido galardonado con el XVI Concurso de Relatos Cortos Luis del Val (2023) y su novela «ISHQ — El color de las granadas» fue finalista del Premio Vuela La Cometa 2015.
Su obra aborda temas
históricos oscuros con profunda humanidad: «Noche y niebla» (2012)
explora la dictadura argentina a través de una joven
que descubre que su padre fue torturador; «ISHQ — El color de las
granadas» (2015) narra el amor prohibido entre el príncipe mogol
Nur-ud-din y la sirvienta Anarkali en la India del siglo XVI; y «En el nombre
del hijo» sigue a un joven adoptado que encuentra el diario de un
criminal en la España de posguerra. Sus temáticas recurrentes incluyen la
violencia estatal, la búsqueda de identidad, la memoria histórica y la
complejidad moral del ser humano.
En «Noche y niebla», nos presentas a Lucía, una joven que descubre que su padre, a quien adora, fue un torturador durante la dictadura argentina. ¿Qué te llevó a explorar esta terrible dualidad entre el padre amoroso y el monstruo político? ¿Cómo surgió esta historia?
Siempre he pensado que los
hijos no conocemos verdaderamente a nuestros padres. Llegamos a sus vidas
cuando cuentan ya con treinta, cuarenta años, y conocemos sobre ellos tan solo
lo que desean contarnos. Son, a fin de cuentas, un gran misterio. En esta relación
tan desequilibrada, los hijos son siempre el elemento más vulnerable. Por eso
me interesa el conflicto emocional que supone para un hijo descubrir que un
padre al que idolatra no merece su idolatría. Siento que es similar a la
decepción que habría de sentir uno al descubrir que el dios en el que cree no
posee las virtudes de las que presumía.
Has mencionado públicamente que «Noche y niebla» nació de un
sueño vívido, crudo, agotador y espeluznante. ¿Puedes
contarnos más sobre ese sueño y cómo lo transformaste en una obra literaria? ¿Qué proceso de investigación realizaste sobre la dictadura argentina,
un tema del que, según tus propias palabras, no sabías nada
inicialmente?
Es frecuente que los sueños inspiren historias o escenas que luego reflejo en mi trabajo. La violencia física siempre me ha aterrado y sueño frecuentemente con ello. No recuerda con precisión aquel sueño del que nació «Noche y niebla», pero las sensaciones que experimento al soñar, también el dolor, son tan vívidos que me permiten conocer mejor a mis personajes. Sobre la dictadura argentina sabía realmente poco y lo que investigué al respecto me horrorizó, como me horroriza siempre el fracaso de la cordura. Cuando estudio un tema, lo hago de manera casi obsesiva, dejando todo lo demás a un lado. Ese bucear hasta lo hondo suele llevarme semanas, meses, y solo después de ello siento que puedo escribir una historia. Ese trabajo arduo me capacita.
En «ISHQ — El color de las granadas», nos transportas al Imperio Mogol del siglo XVI para narrar una historia de amor prohibido entre el príncipe Nur-ud-din y la sirvienta Anarkali. ¿Qué te fascinó de esta leyenda persa? ¿Cómo llegaste a ella y qué investigación realizaste sobre el emperador Jahangir y la India mogol?
De nuevo, al igual que «Noche y
Niebla», «ISHQ» nace de mi curiosidad insaciable y mi tendencia a la obsesión.
Suelo descubrir momentos históricos que me absorben por completo, ya sea a
través de la música o leyendo un artículo o aprendiendo sobre un tema paralelo.
Al Imperio Mogol llegué investigando sobre la figura de Rumi, padre fundador
del sufismo y uno de mis poetas favoritos. De hecho, la novela es un homenaje a
su poesía. Estudiando sobre los distintos imperios que han dominado lo que
consideramos «oriente medio» y parte de Asia, tropecé con la historia del
Imperio Mogol, sobre el que sabía muy poco. Leyendo al respecto, descubrí la
leyenda del amor prohibido entre el heredero al trono y Anarkali, sobre la que
no se tienen referencias históricas fidedignas. Mi imaginación, una vez más,
hizo el resto.
«En el nombre del hijo»
aborda la búsqueda de identidad de Javier, un joven adoptado que descubre el
diario de un criminal. ¿Qué te fascinó de
explorar la identidad a través del horror?
¿Por qué elegiste ubicar esta historia en la España
posterior a la Guerra Civil y los inicios de la democracia, específicamente en
Almería?
El concepto de la identidad me
fascina. ¿Qué significa ser algo? Los humanos somos excesivamente complejos y
nuestra naturaleza trasciende toda categoría. Tendemos a definirnos según
nuestro origen, nuestras familias. Cuando alguien no dispone de ese marco de
referencia, ¿cómo puede definirse a sí mismo? La guerra civil española y el
periodo de posguerra me interesan sobremanera, probablemente por ser tan
cercanas a nuestro tiempo, por el hecho de que nuestros abuelos y bisabuelos
estuvieron allí. Entendía, de manera intuitiva, que mi novela ocurría en un
periodo reciente y convulso, y comprendí que la guerra y la posguerra eran los
escenarios perfectos. Situar parte de la acción en Almería no fue una decisión
intelectual, fue algo orgánico. Percibía que todo ocurría en una ciudad
pequeña, pero con una región extensa y, conociendo bien Almería porque parte de
mi familia vive allí, sentí que era una elección muy oportuna. Almería es un
personaje más —uno de los más importantes— en esta novela.
Tus tres obras principales
comparten temas oscuros: tortura, asesinatos, crímenes atroces, amores
imposibles. Sin embargo, también hay una
profunda humanidad en tus personajes. ¿Cómo equilibras la representación del
horror con la empatía hacia tus protagonistas?
El sufrimiento humano siempre
me conmueve y, siendo una realidad que se esconde, me interesa por ser a veces
inalcanzable. Lo que uno hace resulta obvio, palpable, no posee ningún
misterio, pero lo que uno siente y no cuenta, lo que oculta…, eso despierta mi
curiosidad. Además, considero que la capacidad de sobrevivir al sufrimiento es
uno de nuestros rasgos más admirables. Creo que hay heroicidad en la
destrucción de una persona, porque la obliga luego a reconstruirse y volverse
más fuerte. Muchos de mis personajes pasan por eventos traumáticos, pero logran
superarlos. El dolor los invalida durante un tiempo, pero no los destruye. Sus
historias, por tanto, merecen ser contadas. En el horror, nos vemos mucho mejor
representados que en la victoria, porque la victoria no requiere de la
fortaleza que exige la derrota. Los perdedores son infinitamente más
interesantes.
En «En el nombre del hijo», el diario del criminal carece de
referencias a lugares, nombres o fechas. ¿Qué buscabas lograr con esta ambigüedad deliberada? ¿Cómo crees que
esto afecta la experiencia del lector y de Javier como investigador?
El hecho de que no aparezcan
referencias en el diario dificulta enormemente la búsqueda de Javier. Si se
hubiera mencionado un lugar, un nombre, quizá hubiera sido capaz de resolver el
misterio de su identidad mucho antes, pero en eso reside la belleza de su
aventura: es una cima inalcanzable. Javier es un personaje infantil, inmaduro y
egoísta, pero no tiene otra opción que enfrentarse a una realidad que lo supera
con creces. Hay un proceso de expiación en ello. Para poder descubrirse a sí
mismo, antes tendrá que asumir su destrucción total. El lector descubre la
información al mismo tiempo que Javier —no posee ventajas—, pues es él quien
lee el diario y el lector lo lee junto a él. Me parecía interesante que ambos,
personaje y lector, estuvieran perdidos. Creo que todo ello acrecienta el
enigma y refleja fidedignamente nuestro propio misterio, porque tampoco sabemos
nosotros qué nos depara la vida y, a pesar de ello, nos empeñamos en
vivirla.
Soy consciente de que mi forma
de narrar es particular. Descubrí la literatura de mano de los grandes clásicos
del siglo XIX y principios del XX, y creo que eso se refleja en el modo en el
que escribo. Por otro lado, la poesía siempre me ha interesado y empecé, de
hecho, escribiendo poesía. Considero que la musicalidad del verso es muy
superior a esa rectitud de la frase en prosa y mis historias tienden a ser
armoniosas rítmicamente porque la música es otra de mis grandes pasiones.
Comprendo que mi estilo puede resultar chocante para algunos lectores y acepto,
por tanto, que no es el adecuado para todos ellos, pero también entiendo que no
existe una forma de arte que pueda apelar a cada quien. Al final, tenemos
gustos distintos. Igualmente, considero que no es necesario entender cada
palabra, cada recurso, cada giro que aparece en una historia. Yo no soy capaz
de analizar qué instrumentos se emplean para una sinfonía, pero disfruto de su
combinación sin necesidad de comprenderla. Creo que el arte apela a las entrañas
mucho más que al intelecto.
Has creado escenas de gran
belleza lírica incluso al describir momentos terribles. Por ejemplo, en «Noche
y niebla», describes a un padre atrapando el sol en un vaso en un
recuerdo infantil, contrastando brutalmente con escenas de tortura. ¿Cómo
trabajas estos contrastes? ¿Qué papel juega la
belleza en la narrativa del horror?
Creo que la belleza es un
escudo frente a la barbarie. El arte nos ha servido para aprender sobre la
crueldad humana. Los cuadros de Goya, por ejemplo, nos permiten conocer de
primera mano la locura de la guerra contra los franceses, algo similar a lo que
nos concede el «Guernica» con respecto a la guerra civil. Creo que el arte nos
da la oportunidad de sublimar el sufrimiento y convivir con él. Realidades que
no pueden ser soportadas acaban siéndolo a través del arte. Los poetas han
usado el verso para narrar el dolor más acuciante, para hablar de la muerte,
del abandono, del miedo, de la ira… Pienso que el lenguaje, aun siendo un
vehículo, puede también resguardarnos de las catástrofes que contamos.
¿Qué autores han influenciado tu estilo literario? ¿Hay escritores cuya
obra haya sido fundamental en tu formación como narrador? ¿Te identificas con
alguna corriente literaria particular?
Principalmente, autores del
siglo XIX y XX; en menor medida, autores anteriores y, muy escasamente, autores
posteriores. Dante, Víctor Hugo, Virginia Woolf, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde,
Tolkien, Antonio Gala, pero también poetas como Rimbaud, Rumi, Walt Whitman,
Lorca, todos ellos me inspiran y han inspirado. En cuanto a las corrientes, leo
demasiado poca literatura actual como para saber a qué corriente podría
aproximarme. Supongo que la visión de las corrientes se suele percibir mucho
después. La mayor parte de los artistas fueron ajenos a aquellas corrientes en
las que posteriormente los situamos.
Tu obra ha sido catalogada
por algunos lectores como novela perfume: pequeña en extensión pero con un
aroma duradero. ¿Qué opinas de esta
caracterización? ¿Crees que la brevedad puede ser más efectiva que la extensión
para ciertos temas?
Creo que la gran dificultad del relato es esa brevedad que exige concisión, y me encanta el relato breve tanto como la novela. Ofrecen retos muy distintos. Condensar una historia en diez, quince páginas, es extremadamente complicado y requiere una enorme lucidez. Me honra que alguien pueda pensar que mi trabajo merece esa calificación, porque el sentido del olfato, además, está muy presente en mi obra. Las referencias a los perfumes, a los olores, están muy presentes en lo que escribo. Las novelas extensas, por otro lado, requieren un grado de concentración elevadísimo, y también mucha humildad, porque uno debe regresar a ellas en sus momentos más inspirados y también en los más mundanos. Escribiendo novelas nos topamos con todos nuestros defectos. Es parte de su belleza.
Eliges temas históricos muy
específicos y dolorosos: la dictadura argentina, la India mogol, la España de posguerra. ¿Cómo equilibras la libertad creativa con el respeto a las víctimas
reales de estos horrores históricos?
Existe esta premisa: «Escribe solo sobre lo que conoces». Pero el dolor humano es universal, también la alegría. Las sociedades cambian, pero no creo que nuestros antepasados dispusieran de un rango emocional diferente del nuestro, solo que despertaban sus sentimientos circunstancias distintas. Por eso creo que es sano, intelectual y emocionalmente, explorar. No podemos circunscribirnos a una única realidad, o yo no podría. Está claro que no he pasado por los horrores que describo, pero siento el impulso de narrarlos y reivindico, así, el derecho al sufrimiento. Mis heridas no pueden haber sido muy diferentes de las heridas de los demás. Cuanto más ahondamos en nuestra propia negrura, más universal es lo que descubrimos.
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Supongo que escribo porque no tengo otra opción.
Siempre he pensado que los artistas son esclavos de su inspiración. Ella llega
cuando le place y uno debe acatarla. Para mí, escribir es una forma de
exorcismo. Siento que soy un mero canal a través del cual la historia se
materializa. Mi responsabilidad, en todo caso, es ser honesto con la historia
que me arde dentro y ser valiente también, asumiendo mis defectos como
escritor. Creo que, por ello, lo que más me intriga es el modo en el que el
arte puede trasladar la emoción que vapulea al artista y hacer que descienda,
con la misma crudeza, sobre el espectador. Que dos personas, alejadas quizá por
cientos de años, sientan de la misma manera ante una frase escrita es poco
menos que un milagro. Y también escribo para recordarnos a nosotros mismos —a
mí, el primero— que tenemos derecho al miedo, a la ira, a la decepción, al
desconcierto y a la muerte. Creo que a veces se nos olvida.
«En el nombre del hijo»,
Javier debe enfrentar una elección imposible: mantener su amor por ese pasado,
esa familia que no conoce o rechazarlo por sus crímenes. ¿Qué piensas sobre el perdón en estos contextos? ¿Es posible perdonar
lo imperdonable?
Javier podría haber optado por
agradecer el sacrificio de sus padres adoptivos, que fue enorme, en lugar de
aventurarse en busca de esa otra familia de la que nada sabe, y creo que su
decisión fue, al mismo tiempo, egoísta y valiente. A medida que avanza la
historia, entiende que lo que le ocurre es un ejercicio de expiación de sí
mismo, de sus ignorantes prejuicios, de su inmadurez. No solo habrá de perdonar
a sus familias, a una y a otra, sino que tendrá que perdonarse a sí mismo, a su
condición de víctima. Eso es lo más complicado. Tal vez haya realidades
imperdonables, pero tendremos entonces que perdonarnos a nosotros mismos por
nuestra inutilidad para dejar atrás la herida. Quizá aceptando este defecto sea
todo más sencillo.
¿Crees que la literatura
tiene un papel en la preservación y procesamiento de la memoria histórica?
Lo creo. Pienso que el arte es
mucho más efectivo que el conocimiento frío que, por deshumanizado, nos resulta
más ajeno. Quiero pensar —y quizá soy ingenuo al hacerlo— que nadie ejercería
la crueldad si sintiera lo que siente quien la sufre. Creo que el mal nace
siempre desde la ignorancia. Entender que el dolor es universal debería
acercarnos a los demás, al margen de nuestras diferencias. Las ideologías, las
creencias, las naciones… son todos constructos sociales, realidades
intangibles. La emoción es verdadera. Cuando hablamos el lenguaje de los
sentimientos —y qué poco lo hacemos— hablamos de verdad. El resto es una
mentira.
Escribes desde Melilla, una
ciudad fronteriza con una identidad compleja y multicultural. ¿Cómo crees que
tu contexto geográfico y cultural ha influido en tu mirada como escritor?
Melilla es una isla mágica y
difícil. Esta confluencia de culturas es un privilegio. Haber crecido rodeado
de niños con confesiones distintas, con lenguas diferentes, es enriquecedor,
porque me ha permitido descubrir que, como he mencionado, la lejanía entre los
hombres es una invención. No creo en el concepto de razas, por ejemplo; creo
que existe tan solo la raza humana, con una enorme diversidad de rasgos, pero
una sola. Pero ser de Melilla también me hace sentir, a veces, que soy un
apátrida. La cultura en Melilla no parece disponer del grado de protección que
yo percibo en otras partes. Creo que estar tan lejos del resto de España y la
enorme dejadez institucional hacen que el melillense se sienta como un
ciudadano de segunda, y quizá eso nos empuje a reivindicarnos. Yo lo hago a
través de la escritura. Cuando tengo la fortuna de recoger un premio literario,
es frecuente que les sorprenda a unos y otros el hecho de que sea de Melilla.
No sé bien cómo interpretarlo, pero me alegra que se asocie el nombre de la
ciudad también a cosas positivas.
Para
concluir, ¿proyectos literarios de los que puedas
hablarnos?
Tras tres años de escritura,
este mismo verano conseguí acabar mi tercera novela. Estoy sumido ahora en el
proceso de edición, que es casi tan complicado como el de escritura, e intento
compaginarlo con humildad y alegría con la promoción de «En el nombre del
hijo». Mi intención es tenerla finiquitada a principios del próximo año y, con
un poco de suerte, espero que pueda ser publicada por mi editorial, Durii,
porque estoy encantado con la calidad de su trabajo y el calor humano de sus
responsables, Javier y Ana. Por otro lado, hace un mes escribí mi primera obra
de teatro, y es algo que no esperaba, pero ardo en deseos de escribir muchas
otras. Ojalá se me conceda el privilegio de seguir sintiendo infinidad de
historias en mi interior y cuente con la oportunidad de transmitírselas a
otros. No se me ocurre una labor más hermosa.
Quiero agradecerte enormemente
tu generosidad, Leonardo, y el cariño con el que me has tratado. Charlar con un
compañero escritor de filosofía, arte, historia y literatura es un privilegio.
Gracias por esta esplendidez con la que le das un espacio a otros escritores
para hablar relajadamente de su trabajo. Lo más hermoso de la aventura de
escribir es encontrar a compañeros así de amables.
Gracias a ti, compañero y
amigo. Hasta la próxima. Siempre es un honor y un placer poder departir contigo
sobre lo que nos gusta.

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