La garganta se me seca cuando contemplo el folio en blanco frente a mis ojos, tan huérfano de letras como mi corazón de emociones. Suspiro cabizbajo pensando que hoy no es mi día, que debería volver a la cama y descansar un poco más. A lo mejor eso me ayuda a encontrar una motivación para escribir y la valentía para enfrentarme al camino que me queda por recorrer para acabar mi última obra.
Mejor será que me prepare una taza
de café. Seguro que me ayudará a despejarme. La tomo entre los dedos y me
dirijo al escritorio. Antes de sentarme, le doy un trago.
Encadeno las primeras letras con la
esperanza puesta en que sea alguna de ellas la que origine una chispa en mi
cerebro que ponga la maquinaria de la creación en marcha, pero no sé por qué
hoy ese mismo ingenio, que tantas alegrías me dio en el pasado, se muestra tan esquivo
como el primer día que me senté a escribir.
No es hasta pasados unos minutos que
las palabras adquieren sentido en mi cabeza trazando un sendero de tinta que me
muestra el camino que debo transitar hasta un destino aún incierto. Me entrego
a las oraciones que surgen de mi mente como el agua de un manantial oculto
entre las rocas. Al cabo de un par de horas por fin me parece vislumbrar una luz
que me guía hasta el final del capítulo. Sigo concatenando párrafos y dando
forma a las ideas que me asaltan durante toda la mañana.
Mientras escribo, me surgen nuevas
preguntas a las que trato de dar respuestas mediante un ingenioso diálogo que me
he sacado de la chistera que me acompaña a todos lados.
Pero cuando parece que voy a poner
punto y final al episodio, el sonido de un claxon desde la calle hace que mi
mente se disipe de nuevo. Por mucho que lo intento, no es hasta pasado un rato que
consigo volver a concentrarme. Me sumerjo de nuevo en la historia y me dejo
mecer por la misma corriente que me llevó a poner punto final al episodio anterior
minutos atrás.
👌👌
ResponderEliminarGuay!
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