domingo, febrero 06, 2022

RELATO: La balada del cazarrecompensas


Hoy os presento una colaboración en la que trabajé junto a mi buen amigo y colaborador @j.j.lopeta (K Legrand).

Se trata de una de sus canciones: "Al final del Ocaso". En este caso, tomando como base la melodía de su canción, se me ocurrió este relato que inspiró a Koke para adaptar su letra.

Os dejo el enlace también para aquellos que queráis oír su versión musical podáis hacerlo en Youtube, donde podréis encontrar el canal de K Legrand con más canciones suyas. También podéis seguirlo en sus redes sociales, donde es bastante activo y encontraréis otras composiciones suyas.

La balada del cazarrecompensas


No he tenido más remedio que parar en este pueblo de mala muerte. El calor del desierto es tan sofocante que temo que mi caballo y yo muramos deshidratados de un momento a otro. Dejo atado al animal en los abrevaderos del salón y miro a un lado y a otro de la calle. La cruzo al compás que imponen las espuelas de mis botas.

Entro en el salón y saludo a los presentes con un toque de sombrero. Camino hacia la barra sin fijarme en ninguno de ellos, aunque puedo sentir cómo sus miradas me taladran la espalda.

El barman se acerca. Doy un par de toques en la barra. Él se gira, agarra una botella de güisqui y un vaso. Los llena hasta el borde y se marcha dejando encima de la barra la botella, como a mí me gusta. Miro de soslayo a los cuatro tipos que juegan a las cartas. Uno de ellos no me ha quitado el ojo de encima desde que entré en el local. El que está sentado frente a él lleva la mano del muerto. Doble pareja de ases y ochos acompañados de una reina. Me bebo el primero de los chupitos de un trago. Arrugo el gesto y me echo otro. Lo liquido y sacó una moneda del bolsillo del chaleco. La dejo sobre la barra y me dirijo hacia la puerta del local.

Uno de los tipos me llama. Freno mis pasos y me giro hacia él. Me pregunta hacia donde me dirijo. Le contesto que voy hacia el norte y que tan solo he parado para comprar algunas provisiones. Él mira al barman y señala con el mentón hacia la entrada del local.  

Los otros tres jugadores que lo acompañan se levantan y se colocan a su lado en una coreografía ensayada que presagia lo peor. Les digo que no quiero problemas, que tal como compre los víveres, me largaré del pueblo. El de en medio me contesta que él y su banda me estaban esperando para cobrarse la muerte de uno de sus miembros. Lo entregué al sheriff de Wichita el año pasado. Sentencia: la horca.

Acaricio con las yemas de los dedos la empuñadura de mi revólver. Pasan varios segundos en los que comparto con ellos ese silencio que tanto odiamos los pistoleros y que augura la muerte. Saboreo el gusto del güisqui que se me ha quedado adherido al paladar mientras espero a que alguno de ellos haga el menor movimiento. En cuanto veo que el primero de ellos echa mano a su arma, desenfundo y le disparo. Echo la rodilla a tierra y le agujereo el pecho al que está a su lado. Uso la mesa que tengo delante para cubrirme de la lluvia de plomo que se cierne sobre mí. El sonido atronador de las balas ya se me ha instalado en los tímpanos para cuando consigo abatir al tercero de mis enemigos. Una bala me roza la oreja y me deja medio aturdido, aunque no evita que le acierte al último que queda en pie en el muslo. El arma se le escapa de los dedos según cae de costado contra el suelo. Me acerco a él y le piso la mano antes de que pueda recogerla. En sus ojos se refleja la rabia y el miedo, ese que tantas veces he sentido cuando me batía en duelo con otros forajidos. El olor a justicia en forma de pólvora quemada me inunda las fosas nasales avivando el resto de mis sentidos. Disparo a los caídos sintiendo como el calor abandona mi cuerpo con cada una de las balas que surge del cañón del arma.

La enfundo y me llevo la mano al abdomen. Mis dedos se empapan de la sangre caliente que hace un instante corría por mis venas. Me acerco a la barra, agarro la botella de güisqui y le pego un trago. La bala me arde en las entrañas. Es como si el demonio que siempre he llevado dentro escarbara en mi carne para tratar de escapar de una vez por todas de mi cuerpo.

Un ineludible sueño se filtra a través de la herida de mi vientre hasta embotarme la mente. Agarro la empuñadura del revólver entre mis trémulos dedos tratando de controlar el ritmo de mi respiración mientras escenas de mi pasado desfilan frente a mis turbias pupilas. El oficio de cazarrecompensas no tiene cabida para los héroes.

Me siento en una de las sillas y observo por la ventana el paisaje desértico al mismo tiempo que me asalta una plaga de pensamientos envenenados. Contemplo el crepúsculo con el anhelo de reencontrarme pronto con los míos. Los párpados me pesan como el mayor de mis pecados. El sol cae al son que marcan las agujas del reloj de cuco que cuelga de la pared. Y yo, me dejo llevar por él disfrutando del último de mis ocasos.

La música en la que me inspiré para crear este relato es de K. Legrand, que una vez tuvo compuesta la canción tomándolo como base, la subió a Youtube, donde podéis suscribiros a su canal.

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