| Grabado de Fernando Evangelio |
—Las
órdenes del Capitán Montesinos eran claras; batirse en retirada y llegar
al punto de encuentro antes de que cayera la noche. Nos dirigimos a las
montañas como alma que llevaba el diablo mientras los disparos silbaban a
nuestras espaldas, dejando atrás los cuerpos mutilados de nuestros compañeros.
Podíamos escuchar sus gritos y plegarias. Algunos sollozaban, otros lloraban
abiertamente suplicando por sus seres queridos. Fue horrible. —agachó la
cabeza.
—
¿Recuerda cuántos eran?— preguntó el sargento de policía.
—Realmente
no estoy seguro, supongo que cinco, quizás seis. Sé que Vázquez estaba allí,
corría a mi lado antes de que lo perdiera de vista. Y Sevilla debió quedarse
rezagado, ya que minutos antes lo escuché anunciar la retirada —hizo una breve
pausa. —Y también estaban Martínez y Orihuela—añadió rascándose la coronilla.
—Puede
usted continuar cuando quiera – solicitó el agente tras un silencio incómodo.
—Los
truenos, cada vez menos pausados entre sí, nos advertían de que la tormenta ya
estaba allí. Estábamos extenuados, tras varias horas sin parar de caminar a
paso ligero en dirección a la cumbre, me vi obligado a apoyarme en un árbol
para tomar algo de aire. Cuando recuperé el aliento, grité los nombres de mis
compañeros uno por uno para localizar su posición, pero ninguno respondió a mi
llamada. Eché mano para coger un cigarrillo, pero el paquete estaba vacío.
¿Tendría usted un cigarrillo?
—Lo
siento, no está permitido fumar en todo el recinto —contestó el suboficial.
—No
pasa nada – dijo el soldado extrañado por la respuesta. —El fango nos llegaba
hasta las espinillas. Debí frenar mi marcha cuando mi fusil se quedó enredado
entre unos arbustos. Me di cuenta de que había dejado de llover y que mis ropas
estaban secas. Algo había cambiado. Todo parecía más… más luminoso. Era como si
de repente se hubiera hecho de día. Un halo de luz envolvía el claro donde
estaba. Miré a un lado y a otro pero no había signo de los miembros de mi
compañía. ¡Habían desaparecido! Los llamé, pero tan solo recibí el sonido del
crepitar de las hojas de los árboles. Sentí miedo, mucho miedo —tragó saliva. —
¿Le importaría darme un vaso de agua? Tengo la boca seca.
—Sí,
claro.
El
policía se levantó y se dirigió a la máquina dispensadora y tomando uno de los
vasos de plástico, lo colocó bajo el grifo y apretó el pulsador hasta que
estuvo lleno. Se dirigió a su interlocutor y se lo colocó en frente para que
rápidamente, se lo bebiera de un trago.
—
¿Y qué pasó entonces?
—Mis
ojos estaban enceguecidos por la poderosa luz proveniente de aquella cueva. Un
sexto sentido me alertó del zumbido del motor de un avión acercándose y levanté
el arma apuntando hacia el cielo —suspiró. —Mi corazón palpitaba con tal fuerza
que parecía que se me fuese a salir por la boca. No estaba seguro si ese sonido
era real hasta que divisé el bombardero. Corrí a buscar cobertura mientras
escuchaba aquel silbido que auguraba lo peor. Me tiré a tierra y me cubrí la
cabeza.
El
investigador hundió su mentón en sus manos entrelazadas, totalmente entregado a
la historia que le estaba contando.
—Desconcertado
por la explosión y medio ciego y medio sordo, busqué la manera de levantarme.
Alcé mi vista buscando más aviones, pero solo pude ver las ramas peladas de los
árboles. Había mucho humo. Tanto que no podía respirar. Me tapé la boca y la
nariz con la chaqueta tratando de evitar el intenso olor a tierra quemada. Fue
entonces cuando lo vi.
—
¿A quién? —preguntó expectante el agente.
–A
ese ser —titubeó. —Me observaba desde la penumbra a través de sus enormes ojos
rasgados.
—
¿Cómo era?
—No
lo sé —contestó angustiado. —Estaba demasiado aturdido.
—
¿Le dijo algo?
—No.
Sólo permaneció allí, hierático, vigilando cada uno de mis movimientos.
—
¿Y qué pasó?
—L
a boca de la cueva emitió un potente haz de luz que hizo que tuviera que cerrar
los ojos. Cuando los abrí estaba allí, rodeado por ese mismo paisaje, la
carretera asfaltada, las sirenas de los coches de policía. Me sentía cansado,
muy cansado. Y entonces, me desperté en el hospital. El resto ya lo sabe.
El
tubo fluorescente de la sala comenzó a parpadear. El interrogador se dirigió al
interruptor, lo pulsó varias veces hasta que finalmente las luces se
estabilizaron. No habían pasado siquiera un par de segundos cuando
se escuchó el repetido choque de unos nudillos contra la puerta de madera.
—
¿Qué pasa, Ramírez? —preguntó el interrogador con la puerta entreabierta.
—Ya
tenemos los resultados de las pruebas que solicitó. La de ADN ha resultado
positiva.
—
¿Positiva?
—No
me pregunte cómo, pero así es. Con respecto a la guerrera que llevaba puesta,
los técnicos confirman que es de la Guerra Civil, tal como ha declarado. Ahora
estamos investigando si es verdadera o una excelente imitación.
—No
diga tonterías. El uniforme lo ha podido adquirir en cualquier anticuario, así
que ordene repetir el análisis. Ambos sabemos que es imposible que haya salido
bien.
—De
acuerdo, señor—tras dar un par de pasos, se giró. —Por cierto, debo informarle
que no tenemos cobertura móvil e internet no funciona desde hace una hora.
—
¿Y qué dicen nuestros informáticos?
—Que
están trabajando en ello—contestó encogiéndose de hombros.
—Pues
dígales que solucionen el problema lo antes posible. Es una orden.
Volvió
a la sala y se sentó observando a aquel individuo, que ahora observaba a través
de la ventana de cristal de la sala.
—
¿Se puede saber qué está mirando?
—
¿Quién es esa mujer?
—
¿De qué diablos me habla? – dijo con una sonrisa fingida. —No se puede ver
nada a través de ese espejo— zanjó el policía viendo la imagen del hombre que
estaba frente a él reflejada en el cristal.
—
¿Cuándo podré ver a mi mujer y a mi hija?—preguntó.
—Voy
a decirle algo, amigo. Me estoy cansando de sus jueguecitos, así que dígame de
una maldita vez quién es usted. ¿No pensará que voy a creerme ese cuento,
¿verdad?
—Ya
le he dicho todo lo que recuerdo antes de llegar aquí. He respondido todas sus
preguntas, así que ahora cumpla con su palabra.
—Aún
quedan algunas pruebas por hacerle. Tendrá que tener paciencia.
—
¿Más pruebas?
—Sí,
así es—respondió mientras se colocaba el nudo de la corbata. —Debemos estar
seguros de quién es usted y si su vida no corre peligro.
—Ya
le he dicho quién soy y cómo puede comprobarlo.
—Lo
sé —hizo una breve pausa antes de continuar. — Pero hay algo que no concuerda
con lo que me ha contado.
Se
hizo un incómodo silencio.
—No
estamos en el año 1938.
—¿Cómo
dice?
—Estamos
en 2004. ¿Entiende ahora por qué no le creo?
El
extraño tragó saliva mientras fijaba su mirada en el reloj de pared.
—Háganme
esas pruebas y acabemos con esto—apretó los dientes. —Creo que no me queda otra
opción.
El
policía abrió la puerta y dejó pasar al militar. Recorrieron varios pasillos de
paredes blancas custodiados por el sonido de sus pisadas. A su paso, una
muchacha vestida de policía, salió de una de las habitaciones, seguida por una
mujer de avanzada edad.
—Ya
la llamaremos cuando tengamos el resultado del análisis, Señora Estévez.
La
anciana se giró hacia aquel soldado y sus diminutos ojos azules lo examinaron
cuidadosamente desde la cabeza a los pies. Comenzó a respirar con dificultad a
medida que sus labios deletreaban.
—
¿Padre?
La
caída de la carpeta que llevaba el inspector inundó el suelo de decenas de
documentos clasificados y sobre todos ellos la ficha del sargento Eduardo
Estévez, desaparecido en el año 1938, junto con una fotografía en blanco y
negro de un hombre idéntico al que acababa de interrogar.
*Relato inspirado en el grabado de Fernando Evangelio el día de la visita del Taller de Escritura Creativa, tutorizado por Adriana Serlik, hicimos a la exposición «Cinco Tórculos» en la Sala Coll Alas de Gandía (2014) cuando comenzaba a dar mis primeros pasos en la escritura de manera más seria.
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