lunes, diciembre 27, 2021

RELATO: La compraventa

Nada más salir de la estación, una bocanada de brisa fresca le abofeteó en las mejillas. Había amanecido un día despejado y se podía oír el canto de los pajarillos que provenía de los árboles del parque. Fue hacia uno de los carros de caballos que había aparcado enfrente y le pidió al cochero que lo llevara a la Calle Vilanova.

Disfrutó cada segundo que duró el paseo rememorando en su cabeza como eran los lugares que contemplaba cuando era un niño. La última parte del recorrido era la que solía hacer con su madre los domingos cuando iban a misa.

A medida que se acercaban a la fachada de la casa en la que se había criado, el corazón le palpitó con más fuerza. Estaba a punto de avisar al cochero para que parara cuando este frenó su marcha.

   

    —¿Le parece bien a esta altura, señor?

    —Sí, perfecto.

    —¿Quiere que le ayude con el equipaje?

—No hace falta. Tome, quédese con la vuelta.

—Gracias, señor —dijo el cochero tomando la moneda entre los dedos y agachando la cabeza.

 Javier se bajó del carro y se dirigió al portal. Tomó la aldaba entre los dedos y golpeó la puerta en tres ocasiones tal como tenía mandado hacer cuando era un niño. Segundos más tarde, una mujer vestida de negro y con el pelo recogido en un moño le abrió. De los labios de Javier brotó una sonrisa al a ver a su antigua niñera después de tantos años. Las canas habían aflorado en su pelo antaño negro y las arrugas en su rostro, lo que le inspiró aún más ternura.

—¡Pero, qué alto y qué guapo se ha puesto usted, Don Javier! ¡Está hecho todo un hombre!

—Buenos días, doña Herminia. Me alegro mucho de volver a verla.

—Entre usted, no me vaya a coger frío.

Javier pasó al vestíbulo y depositó la maleta en el suelo.

—Le he dejado el almuerzo preparado en la cocina. Las llaves las tiene encima del taquillón. Cuando se marche, déjelas en el mismo sitio que ya sabe que yo tengo otras en casa.

—Muchas gracias por todo, doña Herminia. No sabe cómo la hemos echado de menos estos años.

—No diga usted esas cosas que me va a hacer llorar. Y hágame el favor de no recoger nada cuando se vaya, que ya me encargo yo de todo.

—De acuerdo. Vaya usted con Dios.

Cuando oyó el portón cerrarse, fue hacia la cocina y levantó la tela que cubría la bandeja que reposaba sobre la mesa. Debajo había dos platos; en uno reposaba un bocadillo de blanc i negre y en el otro un tomate cortado a trozos aderezado con aceite y sal.  

Se despojó de la chaqueta y se sentó a dar buena cuenta del almuerzo. Dejó los platos en el fregadero y fue hacia el salón. Le pareció más pequeño de como lo recordaba. Abrió las puertas que daban al patio trasero y contempló el jardín. La hierba estaba crecida y los troncos de los árboles llenos de líquenes y musgo. Las enredaderas trepaban por las paredes hasta aferrarse a los ventanales del primer piso. Sobre uno de los bancos de piedra descansaba un balón de tiento. Se acercó a él, lo tomó entre las manos y le dio varias vueltas. ¡Cuántas horas había pasado jugando con su amigo Sergio en ese mismo patio! Se preguntó qué habría sido de él desde entonces y si seguiría viviendo en la ciudad.

Fue hacia el recibidor, agarró la maleta y subió las escaleras. Todo estaba tal como lo recordaba. Incluso conservaba ese aroma característico a lavanda a pesar de los años. Se dirigió a su dormitorio y abrió el cajón del buró. Una pícara sonrisa se le dibujó en el rostro cuando vio las revistas de Dominguín que tanto había buscado entre sus cosas cuando acabaron la mudanza. Cogió una y se sentó en la cama. Pasada una hora, había ojeado todas y cada una de las veinte que componían la colección.

Sacó el reloj del bolsillo y miró la hora. Aún quedaba un buen rato para su cita con Don Fermín, el abogado que le llevaba la venta de la casa. Lo mejor sería descansar un poco y reposar el almuerzo. Se descalzó y se echó sobre la cama saboreando cada segundo de silencio. Pasados unos minutos, lo embargó la misma paz que siempre se había respirado en aquel hogar. Su imaginación voló a los días en los que jugaba a la taba, el canut o l’espardenya con sus amigos y vecinos de esa misma calle. Un torbellino de emociones se agitó en su interior al recordar el momento en el que sintió el amor por primera vez cuando no era más que un adolescente.

Se puso en pie y se colocó la chaqueta. Seguro que un paseo le vendría bien para despejarse. Tal como salió de casa, tropezó con una muchacha a la que se le cayó un periódico al suelo. Se agachó y lo recogió.

—Disculpe, ¿está usted bien? —le preguntó según se lo entregaba.

—No se preocupe, señor. Ha sido culpa mía.

Tenía los ojos color miel, de una hermosura que no se olvida. Llevaba un abrigo azul y lucía una melena ondulada de color caoba que le cubría los hombros. Sonrió y continuó su camino. Él la siguió con la mirada hasta su portal. Ella antes de entrar echó la vista atrás y sus pupilas volvieron a encontrarse.

Javier se perdió por las calles de Gandía durante un buen rato hasta acabar en el Paseo de Germanías. Se sentó en la terraza del Teatro Serrano, al que él había conocido con el nombre de Circo, y pidió un café valenciano. Lo degustó mientras disfrutaba del periódico del día.

Una vez acabó de leerlo, continuó caminando en dirección al río hasta llegar a la mansión de los hermanos Vallier. La fragancia que desprendían las flores del jardín le embriagó los sentidos. Entre las palmeras se podían distinguir varios ejemplares de casuarinas, pinos blancos y un precioso magnolio. Llenó los pulmones de aire con la intención de llevarse consigo una pizca de la esencia de aquel bello paraje. Llegó a la Plaza del Segó, donde las puertas del Gran Cine Royalty permanecían cerradas al público. Pasó de largo y atravesó la Calle Mayor, llena de vida a aquellas horas. Dejó atrás el Palacio de los Borja y se introdujo en la Plaza del Mercado. Entró en el restaurante en el que se había citado con Don Fermín y lo buscó con la mirada. Este al verlo, se puso en pie y le tendió la mano.

—Buenos días, Don Fermín. Qué de tiempo —dijo estrechándosela.

—¿Qué tal, Don Javier? Me alegro de volver a verle.

—La verdad es que no me puedo quejar. Mi familia goza de buena salud y el negocio va como la seda. ¿Y usted qué tal?

—Estupendamente. ¿Qué le parece si le invito a comer? Justo en este restaurante preparan el mejor suquet de peix de toda Gandía.

—Pues digo yo que habrá que probarlo —contestó Javier con una sonrisa en los labios.

La comida discurrió en un tono distendido. Retirada la mesa, Don Fermín abrió su maletín, extrajo los documentos de compraventa de la casa de la calle Vilanova y los puso encima de la mesa junto a su estilográfica.

Javier observaba ensimismado a través de las cristaleras la cola del puesto que había instalado frente al restaurante. En ella estaba la chica con la que se había tropezado con un canasto entre los brazos. Al oír a su acompañante pronunciar su nombre por segunda vez, reaccionó.

—Disculpe. Se me ha ido el santo al cielo.

Agarró la pluma entre los dedos y posó su punta sobre donde debía ir su firma. Tras unos segundos de vacilación, miró a Don Fermín y dijo:

—Lo siento, pero voy a pensármelo mejor.

—¿Está usted seguro, Don Javier? Lo tenemos todo a punto, tan solo falta su rúbrica para llevar a cabo la venta de la casa.

—Lo sé, no dudo de su buen hacer, y mucho menos de su profesionalidad, lo que pasa es que aún me quedan algunas cosillas que hacer por aquí. ¿Qué le parece si nos vemos el lunes en su despacho y volvemos a hablar?

—Como usted disponga, Don Javier.

—Pues así lo haremos. Y ahora si me disculpa, tengo algunos asuntos pendientes que debería haber atendido hace tiempo —dijo antes de ponerse en pie y estrecharle la mano.

Don Fermín observó como Don Javier abandonaba el restaurante y se perdía entre la gente que abarrotaba la Plaza del Mercado.

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