Mientras esperaba audiencia, su cabeza se transportó a las orillas del Mar Negro. Había viajado allí semanas atrás junto a sus hombres en busca del cinturón de oro de Hipólita, la reina de las amazonas. Cuando desembarcó en la playa, ella estaba esperándolos junto a su guardia personal. Quería darle una bienvenida con honores al héroe que había dado muerte a la hidra de Lerna y conseguido someter a la cierva de Cerinea entre otras proezas.
Tras oír el motivo de su visita, Hipólita se despojó de su cinto y se lo entregó ante los incrédulos ojos de los presentes. A cambio le pidió que volviese a sus tierras cuando finalizase sus aventuras para contraer matrimonio con ella y así traer al mundo a la estirpe de mujeres más temible de todos los tiempos.
Pero entre las habitantes de la región corrió el rumor de que su verdadera intención era secuestrar a su soberana. Las fieras guerreras al oír aquello se lanzaron sobre los hombres de Hércules y sin mediar palabra los atacaron para salvarla de sus presuntos captores.
La lucha fue encarnizada. En plena refriega y, a sabiendas de que la muerte de su líder supondría la derrota de su pueblo, Hércules buscó a Hipólita entre la marabunta de combatientes, y tras una cruenta lucha cuerpo a cuerpo, le atravesó el vientre con su espada. Le arrancó el cinturón de su cuerpo sin vida y se lo mostró a sus compañeros, que raudos volvieron a sus naves para huir mar adentro entre una lluvia salvaje de flechas.
Ahora que por fin había regresado a las tierras que le vieron crecer, debía presentar sus respetos ante el rey Euristeo y pedirle que le encargase una nueva misión: la décima.
Hércules, al ver a los guardias bajar las escaleras del porche, se despojó del cinturón de oro y se lo mostró.
El de la izquierda lo miró de arriba abajo y le dijo:
—Acompáñanos. Su majestad ha accedido a recibirte.
Hércules dejó sus armas en la entrada de palacio y recorrió los pasillos escoltado por una docena de soldados. Una vez en la sala del trono, se arrodilló y depositó el preciado obsequio sobre la alfombra que quedaba bajo los pies de su primo con el mayor de los cuidados.
—Me congratula que hayas salido airoso de la novena de las pruebas que te encomendé. ¿Por qué no me cuentas cómo fue? —dijo Euristeo con tono severo—. Me encantaría conocer tus gestas de primera mano.
—Cuando Hipólita estaba a punto de entregarme el cinturón, sus amazonas nos atacaron sin motivo alguno, así que tuvimos que defendernos.
—¿Y qué pasó con ella?
—La maté.
—Vaya. Veo que vas sembrando el pánico allá por donde vas —dijo Euristeo según se ponía en pie y se aproximaba a las escaleras.
—No me quedó otro remedio que hacerlo, mi señor —repuso Hércules.
—Bueno, dejémonos de menudencias —dijo Euristeo mientras se colocaba bien la capa—. Ya oíste lo que dijo el Oráculo de Delfos que debías hacer para obtener el perdón de los dioses por un acto tan despreciable como acabar con la vida de tu mujer y tus hijos. Aunque siéndote sincero, no sé cómo eres capaz de soportar ese peso sobre tus hombros día tras día —añadió con gesto adusto—. Y para colmo, vienes aquí con tu armadura de oro y tu piel de león a pavonearte delante de un verdadero rey como yo, sin mostrar el más mínimo arrepentimiento. Debería ordenarles a mis soldados que te apresasen ahora mismo y te enviasen a galeras. Suerte tienes de que seamos familia y aún te queden tres trabajos más por realizar para mí.
—Es un privilegio poder servir al mejor soberano que ha tenido la Árgolida en toda su historia —respondió Hércules con la cabeza gacha y las pupilas clavadas en el cinturón de oro macizo por el que tanta sangre se había derramado.
—Lo sé —dijo el rey con una sonrisa de satisfacción en los labios mientras tomaba el tesoro entre las manos—. Seguro que mi hija queda complacida cuando se lo regale por su cumpleaños.
—¿Cuál será mi décimo cometido, señor? —le preguntó Hércules sin levantar la vista del suelo.
—No te impacientes, querido primo. Da la impresión de que no te gustase estar en compañía de tu rey.
—Por supuesto que sí, mi señor.
Euristeo emitió un suspiro y dijo:
—Estoy seguro de que este nuevo trabajo te va a encantar. Viajarás hasta más allá de donde se oculta el sol cada noche y me traerás la manada de bueyes rojos más codiciado de todo el continente.
—Si eso es lo que precisa, así lo haré —repuso Hércules.
—Y ahora, desaparece de mi vista. Tengo asuntos más importantes que atender —dijo Euristeo—. Tú y tus hombres tenéis mi beneplácito para descansar en mis tierras esta noche. Al amanecer, mis soldados os acompañarán a puerto para ser testigos de vuestra marcha.
—Gracias, mi rey.
—No me las des a mí, sino a los dioses. Son ellos y no yo los que te concederán su perdón cuando acabes tu tarea. Si de mí hubiese dependido, ahora estarías a la diestra de Prometeo.
Hércules se puso en pie y dio un par de pasos hacia atrás. Los guardias se acercaron a él y lo acompañaron hasta la entrada de palacio. Le devolvieron sus pertenencias y cerraron las pesadas puertas a su espalda.
Tras disfrutar de un merecido descanso en una posada, Hércules se dirigió a puerto y embarcó junto a sus hombres hacia el sur. Atravesó el mar durante semanas en las que tuvieron que soportar innumerables tormentas y batir a los monstruos marinos que se interpusieron en su camino.
A su llegada a Creta fue recibido con los honores que merecía aquel que había traído la prosperidad que les había negado el sanguinario toro que había habitado la isla durante tantos años.
Desde allí navegó hasta Cirene, una de las ciudades más prósperas del norte de África. Libró a su población de una plaga de langostas que asolaba sus tierras desde hacía décadas y continuó su periplo a pie por los áridos desiertos del sur hasta llegar a la costa de Tartessos, la primera civilización de occidente, donde reclutó a nuevos hombres para que se sumasen a su odisea.
Junto a ellos alcanzó la costa de Eritia, la isla del archipiélago de las Gadeiras en la que habitaba el gigante Gerión. Nada más atracaron en la playa, Ortro, el perro bicéfalo que cuidaba del ganado de Euritión, percibió el olor que desprendía el vigoroso cuerpo de Hércules. Un murmullo se apoderó de la dotación de hombres que acompañaba al héroe griego al oír sus aterradores ladridos. Ortro se asomó a uno de los precipicios de la ínsula y les mostró sus afiladas fauces para dejarles claro que todo aquel que osase a invadir sus tierras alcanzaría la muerte.
Hércules al ver el temor que el monstruo había infundido entre sus hombres, le ordenó al capitán de su flota que navegase hasta el declive en el que se unían los montes de Abila y Calpe y aguardasen allí su llegada. Saltó de su embarcación y se dirigió corriendo hacia la cima del cerro de Abas.
Tal como puso el pie en la falda de la colina, Ortro se lanzó a por él y lo embistió con la mayor de las iras. Hércules cayó al suelo. Esquivó el primero de sus mordiscos, pero el segundo lo alcanzó en el muslo. El perro lo zarandeó hacia un lado y a otro hasta que su cuerpo salió despedido contra las rocas. Corrió en su dirección y saltó sobre él, pero antes de que pudiera alcanzarlo, Hércules agarró su clava y lo golpeó con ella en uno de sus hocicos destrozándole la mandíbula. Se precipitó sobre él y le sacudió otro mazazo en su otra cabeza que hizo que los sesos de la monstruosa criatura saliesen despedidos de su cavidad.
Euritión, pastor del ganado de Gerión, alertado por el sonido de la lucha, salió de su establo. Al ver cómo Hércules levantaba el cuerpo de su amado perro sobre los hombros y lo arrojaba al vacío desde el despeñadero más alto de la isla, lanzó tal grito de rabia que despertó al mismísimo Océano de su sueño. El titán al levantarse sobre las olas, curó con la sal contenida en ellas la maltrecha pierna del legendario Hércules y bendijo con su espuma el improvisado campo de batalla sobre el que lucharían los dos míticos guerreros. El olor balsámico de las plantas de menta, que crecían en los límites del alcor, cubrió con su fragancia el olor a muerte desprendido por Hades, el señor del inframundo, que había abandonado sus dominios para ser testigo de la lucha junto a sus hermanos Zeus y Poseidón.
Euritión fue el primero en atacar con su cayado, pero Hércules esquivó su ataque con la misma maestría con la que le asestó un golpe en la pierna que le hizo hincar la rodilla en tierra. Una lluvia de varazos virulentos por parte del pastor hizo retroceder al luchador de Tebas hasta el risco por el que había lanzado a Ortro hacía tan solo unos instantes. Hércules se agachó justo a tiempo ante la última de las acometidas de Euritión y aprovechó que dejaba el flanco descubierto para golpearle con su clava en las costillas. El ímpetu con el que lo hizo fue tal que el pastor cayó por el abismo y se precipitó al vacío. Su cuerpo se estrelló contra las rocas y fue engullido por las olas que chocaban contra los escarpados arrecifes de la costa.
Menetes, protector de los rebaños de Hades, observaba oculto tras unos matorrales el combate. La distancia no evitó que reconociese a Hércules como el vencedor. Imaginando sus intenciones, se dirigió hacia la montaña en la que vivía Gerión y lo alertó de su ofensa.
Hércules y sus hombres estaban a punto de zarpar cuando el terrible oleaje provocado por los pasos apresurados del gigante hizo que las embarcaciones se quebrasen como ramas secas ante las embestidas del mar. Los marineros al ver cómo sus barcos se hundían rogaron a los dioses porque los salvaran de una muerte atroz. Los pocos que consiguieron llegar a la orilla huyeron aterrados hacia el interior de la isla cuando presenciaron la tremebunda figura del gigante de tres torsos y tres cabezas acercarse hacia ellos.
Hércules nadó hasta la playa. Debía encontrar la manera de proteger a su gente, pero la única vía de escape que tenía estaba siendo ocupada en su totalidad por su descomunal enemigo. Dirigió la mirada hacia el Monte Calpe y corrió hacía su falda. La idea que se le había ocurrido era absurda, imposible de realizar incluso para un semidiós, pero al menos debía intentarlo. Colocó las manos sobre la ladera, apretó los dientes y la empujó con todas sus fuerzas.
Un torbellino de agua se coló entre las dos colinas y se adentró en las tierras baldías del sur de Gadir llevándose consigo todo aquello que encontró a su paso. El timonel del único de los navíos que quedaba a flote maniobró y se coló a través del improvisado estrecho que se había abierto a su estribor dejándose llevar por la marea en dirección a oriente.
Gerión, cegado por la ira, al ver cómo Hércules desplazaba las montañas solo con la fuerza de sus poderosos brazos, agarró una roca de la cima del cerro con una de sus seis manos y le golpeó en la cara con ella. El hijo de Zeus salió despedido y chocó contra uno de los salientes de piedra que quedaba a su espalda. El impacto de su cuerpo fue tan violento que separó el peñón varios kilómetros más de la costa. Se disponía a ponerse en pie cuando el gigante tricéfalo lo agarró por el cuello con dos de sus brazos y sumergió su cabeza en el océano a la par que le descargaba un aluvión de puñetazos en las costillas con las cuatro manos que le quedaban libres. El guerrero griego se sacudió con tal desesperación entre las aguas que las olas bañaron las tierras más allá de las montañas.
Hércules tanteó a un lado y a otro hasta dar con un montículo de piedra en el fondo del océano. Se apoyó en él y se levantó a duras penas. El pecho le ardía y le costaba respirar con normalidad. Aun así consiguió esquivar los múltiples ataques que el gigante le lanzó a continuación. Gerión impotente ante su destreza, arrancó un olivo de cuajo y se lo arrojó. El árbol saltó en pedazos al impactar contra la armadura de oro que protegía su pecho y que el mismísimo Hefesto, dios del fuego y la fragua, le había regalado.
Hércules agarró al gigante por las barbas y le propinó un cabezazo en uno de sus mentones. Aprovechó su aturdimiento para descargar toda su cólera sobre sus otros dos rostros. Gerión perdió el equilibrio ante la furia de sus golpes y cayó de espaldas al mar. La sacudida fue tal que el suelo tembló más allá del Peloponeso.
El paladín heleno colocó una de las flechas envenenadas con la sangre de Hidra en su arco y disparó a su rival nada más se puso en pie. El proyectil quebró el aire a su paso y atravesó el primero de sus corazones. Gerión se llevó dos de sus manos al pecho herido y profirió un alarido que hizo que las nubes se estremeciesen y descargasen sus rayos sobre montañas y bosques en respuesta a su aflicción. El sonido de los truenos resonó en los oídos de los contendientes como tambores de guerra en mitad de la noche.
Hércules agarró otro proyectil y agujereó el segundo de los corazones del gigante de un disparo certero. Gerión se revolvió y trató de golpearlo entre gritos de rabia y dolor, pero antes de que pudiera llegar a su altura, el semidiós tomó otra flecha entre los dedos y atravesó con ella el tercero de sus torsos. La sangre que brotó de las heridas del mítico rey de Tartessos al caer sobre la tierra provocó la formación de un árbol mágico llamado Drago que lloraría por su pérdida hasta el final de los tiempos.
Hércules miró a un lado y a otro con los ojos desencajados en busca de su flota. Cuando descubrió que la última de las embarcaciones había quedado destrozada contra los arrecifes y el modo en el que las cabezas de ganado supervivientes estaban siendo engullidas por la marea, se le secó la garganta. Dirigió la vista al cielo y al ver que Helios se ocultaba entre las nubes, sacó una flecha del carcaj y disparó contra él sin pensárselo dos veces.
El titán al verse herido por sus proyectiles le dijo:
—¡Para de una vez, Hércules! La humanidad necesita de mi luz y mi calor para sobrevivir. Si me matas, nadie verá jamás un nuevo amanecer.
—Solo dejaré de atacarte si me prestas tu copa de oro para que pueda cruzar el mar de poniente a levante como haces tú cada noche —le contestó el héroe sin dejar de apuntarlo.
—De acuerdo, pero tendrás que prometerme que me la devolverás cuando llegues a tu destino.
—Así lo haré.
Una copa dorada surgió de entre las olas y recogió a su paso a un puñado de bueyes y vacas que luchaban por no hundirse en el mar. Hércules nadó hasta ella y subió a bordo. Se despojó de la piel de león y la usó como vela para que los vientos producidos por su padre Zeus lo transportasen a través de las aguas hacia levante.
Al cabo de las horas desfalleció debido las heridas y el cansancio provocados por su lucha contra los tres adversarios en Eritia. La fuerza de la corriente guio a su embarcación hasta las orillas del río Tíber.
Al despertarse, descubrió con estupor que le faltaban cuatro parejas de bueyes. Salió de la copa de Helios y caminó por todo el Lacio hasta que el sonido de unos mugidos de vaca le condujo hasta una cavidad en la falda del Monte Aventino, en cuya entrada estaban colgadas las cabezas sangrantes de un centenar de humanos.
Hércules agarró su maza y vociferó:
—¡Quien quiera que haya robado mi manada de bueyes rojos, devuélvemelo ahora mismo sino quieres arrepentirte!
Los animales corrieron y se ocultaron en sus madrigueras al oír el terrible sonido de los pasos de Caco el gigante retumbar bajo sus pies. Las paredes de la montaña temblaron, las ramas de los árboles se agitaron y los pájaros huyeron despavoridos.
—¿Quién osa interrumpir mi descanso? —rugió nada más salir de la gruta.
—Soy Hércules y he venido a recuperar lo que es mío.
Caco lo miró con los ojos inundados en cólera, abrió su enorme boca y emitió un espeluznante rugido que erizó los vellos del corpulento guerrero. Al ver el remolino de fuego que surgía de su garganta, Hércules reculó y se refugió detrás de unas rocas. En cuanto el humo de las llamas se disipó, se lanzó sobre el ladrón de su ganado y lo golpeó con la porra una y otra vez hasta conseguir derribarlo. Nada más cayó al suelo, se precipitó sobre él y lo agarró por el cuello hasta que sintió como sus vértebras se quebraban entre sus manos.
Tras rescatar al ganado y conducirlo hasta su embarcación, se echó de nuevo al mar y navegó durante largos días hasta arribar a las costas de Sicilia, donde la copa en la que viajaba quedó encallada entre unos riscos durante la noche.
Las noticias del incidente llegaron hasta los oídos del rey Érice, que ávido de fama y gloria, hizo formar a cien soldados y al respaldo de sus lanzas, cabalgó hasta la playa en la que el héroe heleno se hallaba varado.
Hércules al verlo llegar junto a su ejército, echó mano a su espada.
—¡Alto! No hagas nada de lo que puedas arrepentirte —le dijo el rey—. Nuestras intenciones no son las que crees.
—¿Y cuáles son entonces?
—Eres el legendario Hércules, ¿verdad?
—Así es.
—¿El mismo que limpió los establos de Augías en un solo día y mató a flechazos a las Aves del Estínfalo? —El semidiós asintió sin mucho afán—. Soy el Rey Érice, amo y señor de esta isla y te reto a un combate a muerte. Si venzo, me quedaré con tus bueyes. Pero si lo haces tú, mi reino te pertenecerá desde el día de hoy.
—No he venido aquí a luchar. Mi único deseo es regresar a la Argólida cuanto antes.
—¿Acaso tienes miedo de mí? —Hércules sonrió—. Deberías saber que mi palabra es ley en estas tierras. Y por lo tanto, no te permitiré abandonarlas sin pelear contra mí —prosiguió Érice según se quitaba su coraza.
El héroe lo miró de soslayo y asintió.
—El duelo será a manos desnudas —apostilló el monarca al mismo tiempo que se despojaba de su cinto.
—Como deseéis, majestad —respondió Hércules.
Los espectadores quedaron anonadados cuando se deshizo de su armadura de oro y sus músculos quedaron al descubierto. Era tal la corpulencia de sus miembros que los presentes dieron varios pasos atrás al ver su torso desnudo.
Tal como encaró al rey Érice, este le propinó un puñetazo en la nariz que lo dejó medio aturdido. Lo siguieron varios más que casi lo noquearon. El héroe tebano se cubrió como pudo del aluvión de golpes que vino a continuación.
El primer gancho que Hércules lanzó contra su rival le impactó en la mandíbula. Antes de que su cuerpo se precipitara contra el suelo, lo agarró por el cuello y le propinó un rodillazo en la frente que le partió el cráneo en dos. El sonido de los huesos al quebrarse espantó de tal modo a los presentes que muchos de ellos se llevaron las manos a la cabeza nada más oírlo. Otros tantos huyeron al ver cómo el cuerpo de su soberano se convulsionaba sobre la arena de la playa.
Hércules ordenó a los soldados enterrar el cuerpo del rey Érice en el templo dedicado a su madre, Afrodita. También les dijo que enviaría a alguno de sus familiares a gobernar sus tierras una vez que acabase de realizar sus doce trabajos.
Se montó en la copa de oro que Helios le había prestado ante la atenta mirada de los habitantes de la isla, que contemplaron anonadados cómo su nave se adentraba en el mar y ponía rumbo hacia la costa de Micenas.
Dirigió la vista hacia el horizonte y observó cómo el sol se alzaba en el cielo mientras en su cabeza, el recuerdo de su familia muerta avivaba un dolor imposible de aplacar.
Una vez de regreso en la Argólida, se presentó ante su primo Euristeo, que ordenó el sacrificio de todo el ganado en honor de la diosa Hera y le encomendó el undécimo de sus trabajos: Robar las manzanas doradas del jardín de las Hespérides.
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